06 Mayo 2013
Mark Weisbrot
Al Jazeera English, 5 de mayo, 2013
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Allá por 2004, cuando las negociaciones –impulsadas por Washington– del “Área de Libre Comercio de las Américas” se dirigían hacia el colapso, el brasileño copresidente de las negociaciones, Adhemar Bahadian, describió pintorescamente la desilusión existente. Él comparó el acuerdo con “una bailarina de striptease en un cabaret barato”.
“Por la noche, bajo las tenues luces, ella es una diosa”, dijo a la prensa. “Pero en el día ella es algo distinto. Tal vez ni siquiera una mujer”.
Ahora muchos países han atravesado un proceso similar de desencanto con la Organización Mundial del Comercio (OMC), creada en 1995 como una alternativa “multilateral” a los acuerdos bilaterales o regionales. Desde el principio, las normas se apilaron en favor de los países ricos (más sobre esto más adelante). Pero además de las normas, los países ricos, encabezados por Estados Unidos, nunca se acostumbraron a la idea de que una institución multilateral funcione supuestamente en beneficio de todos, incluyendo a los países en desarrollo. Estaban demasiado acostumbrados al FMI y al Banco Mundial, entidades que han estado dirigidas por Washington y sus países ricos aliados, por más de seis décadas. La OMC, a diferencia del Fondo y el Banco, fue creada para operar bajo consenso, pero algunos miembros han resultado ser mucho más iguales que otros.
Los países ricos se lo están dejando claro una vez más, con Estados Unidos y la UE tratado de imponer su elección del Director General, quien será elegido el martes. El francés Pascal Lamy, ex Comisionado Europeo para el Comercio, que representa el punto de vista de los países ricos, se retirará este año después de dos mandatos de cuatro años. Ahora es el turno de los países en desarrollo para ocupar el puesto, y la última ronda de selección (en un proceso muy poco transparente) se ha reducido a Herminio Blanco de México frente a Roberto Azevêdo de Brasil. Si bien esto parece ser una contienda entre dos candidatos de América Latina, es evidente para la mayor parte del mundo que Blanco es más un candidato de Estados Unidos y de sus aliados.
En primer lugar, el Gobierno del que él procede, como dice el refrán, está tan “lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. No es solo la integración geográfica y económica, sino un conjunto compartido de políticas neoliberales las que unen a Blanco con sus vecinos del norte. Él es uno de los arquitectos del TLCAN, un tratado que acabó con cientos de miles de agricultores en México (obligándolos, irónicamente, a competir con los cultivos subsidiados) y que mantuvo al país en una senda de desarrollo que solo puede ser descrita como un experimento fallido.
Dado que gran parte de la prensa de negocios últimamente ha estado celebrando el hecho de que México está momentáneamente creciendo más rápido que de Brasil, vamos a comparar el desempeño de ambos países desde que el Partido de los Trabajadores asumió el poder en 2003 en Brasil. El PIB per cápita brasileño ha crecido un 28.6 por ciento, mientras que el de México ha crecido solo un 12 por ciento; el segundo peor registro (después de Guatemala) en toda América Latina. Tal vez el Partido de los Trabajadores comprenda algo que Mr. TLCAN-Chicago-boy no entiende (Blanco hizo su doctorado en Economía en la Universidad de Chicago, tristemente célebre por la creación de la extrema derecha de la profesión, y conocida en toda Latinoamérica gracias a “Los Chicago Boys“, los discípulos de Milton Friedman que asesoraron al dictador chileno Augusto Pinochet).
La diferencia entre México y Brasil va más allá del simbolismo de sus candidatos, y trasciende el hecho de que Brasil sea mucho más independiente de Estados Unidos, y traspasa la realidad de que cada uno de estos candidatos, inevitablemente, se verían influidos por las políticas y alianzas de sus gobiernos. Una de las razones por la que la OMC no ha logrado avanzar en su agenda por más de 11 años es que tiene un programa concebido en una era diferente, y que nunca habría llegado a despegar de haber sido presentado ante los países miembros en la actualidad.
A partir de 1980-2000 hubo una pronunciada desaceleración del crecimiento económico en la gran mayoría de los países del mundo, junto con una disminución de los avances en los indicadores sociales como la esperanza de vida y la mortalidad infantil. Esto coincidió con lo que se conoce como los cambios de las políticas “neoliberales” –que incluyen no solo severas políticas monetarias y fiscales, la privatización y la desregulación, sino también un abandono de las estrategias de desarrollo de ayudas estatales, que antes habían sido exitosas en muchos países. La normativa de la OMC, escrita por los países ricos hacia el final de este período, fue diseñada para ampliar el comercio a través de formas que no tomaron en cuenta las necesidades de desarrollo. Sin duda, el comercio puede hacer una vasta contribución al crecimiento, como lo ha hecho con China en las últimas tres décadas; pero el comercio de China (y la inversión extranjera) se manejó cuidadosamente como parte de una estrategia global de desarrollo.
En la última década, a pesar de la Gran Recesión y la recesión sin fin en Europa –ambas causadas por fallos en la formulación de políticas económicas de los países ricos– se ha visto un repunte en el crecimiento de los países en desarrollo. Irónicamente, gran parte de ello fue estimulado por la demanda de China, la más grande economía en rechazar las políticas de “reformas” de la era neoliberal, y la que se ha convertido –por las mejores estimaciones– en la economía más grande del mundo.
El mundo es un lugar diferente, aunque Estados Unidos y sus aliados de altos ingresos actúen como si nada hubiera cambiado. Imagínese, después de la desregulación financiera que ha contribuido a la peor recesión mundial desde la Gran Depresión, ellos siguen presionando hacia una mayor liberalización de los servicios financieros. Ellos quieren que los países en desarrollo reduzcan sus aranceles sobre los productos manufacturados, mientras ellos gastan cientos de miles de millones cada año subsidiando su agricultura, y se resisten a los esfuerzos de los países en desarrollo para proteger su propia agricultura y a sus empobrecidos campesinos.
Y, por supuesto, ellos promueven la forma más costosa del proteccionismo en el mundo: el proteccionismo sobre las compañías farmacéuticas. Esto es lo opuesto al “libre comercio” que ellos dicen promover. Con estos monopolios, protegidos y ampliados por los ADPIC (Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio) de la OMC, elevan el precio de los productos farmacéuticos en cien por ciento o incluso en miles por ciento –haciendo parecer minúsculo cualquier arancel de los países en desarrollo para los equipos o aparatos electrónicos. Por no mencionar los efectos sobre la salud de los sobreprecios en los medicamentos esenciales, y la obstaculización en la investigación para salvar vidas. En este ámbito, también Brasil ha liderado importantes avances para desafiar a los monopolios de patentes y en favor de la salud pública; mientras que el TLCAN de Blanco dio una mayor protección a las compañías farmacéuticas.
A diferencia de Blanco, que construyó su reputación a través de las negociaciones de acuerdos comerciales neoliberales impulsados por intereses especiales, Azevêdo es un diplomático con una larga experiencia en la OMC, ampliamente considerado como una persona que posee cualificación técnica y con una buena reputación en los círculos de la OMC. La elección debería ser una obviedad para cualquiera que quiera ver a la OMC desplazarse hacia una agenda de interés público. Y esto no debe incluir solo a los países en desarrollo: los residentes de Estados Unidos pierden aproximadamente 290 mil millones de dólares al año desde la existencia del monopolio de precios de productos farmacéuticos que el OMC fue diseñado para proteger. Pero, por desgracia, no estamos representados ni tenemos voz ahí, únicamente nuestras más grandes corporaciones la tienen.
Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR), en Washington, D.C. Obtuvo un doctorado en economía por la Universidad de Michigan. Es también presidente de la organización Just Foreign Policy.