16 Febrero 2016
Alexander Main
The New York Times en Español, 16 de febrero, 2016
El Patriota, 17 de febrero, 2016
El Heraldo, 16 de febrero, 2016
Radio La Primerísima, 16 de febrero, 2016
Criterio, 15 de febrero, 2016
Defensores en linea, 15 de febrero, 2016
The New York Times, 15 de febrero, 2016
La última primavera y verano, grandes protestas detonadas por escándalos de corrupción envolvieron a dos países de América Central. En Guatemala, una investigación realizada por la Comisión Internacional contra la Impunidad auspiciada por la ONU reveló un anillo de corrupción de largo alcance y destapó pruebas de que su líder no era otro que el presidente del país, Otto Pérez Molina. Las protestas crecieron en Ciudad de Guatemala y, en septiembre, Pérez Molina dimitió y fue encarcelado a la espera de juicio.
En Honduras, las protestas estallaron cuando un periodista local, David Romero, reveló que millones de dólares de dinero público del sistema de salud del país habían sido desviados hacia el gobernante Partido Nacional y hacia la campaña electoral del presidente Juan Orlando Hernández. Un conjunto de administradores y ejecutivos de empresas han sido imputados por corrupción en el sistema de salud, pero no se han presentado cargos contra Hernández o contra otros altos cargos del partido por la desviación de fondos al partido. Decenas de miles de manifestantes exigieron antorcha en mano la dimisión de Hernández y una comisión apoyada por Naciones Unidas como la de Guatemala.
En respuesta, Hernández llamó a un “diálogo nacional” estrechamente controlado, en el que muchos líderes de la oposición rechazaron participar, y a continuación propuso un órgano de investigación sin autonomía promovido por el gobierno. Cuando esto no logró aplacar a los manifestantes, la Organización de Estados Americanos intervino para tratar de diseñar un plan alternativo. El resultado fue la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH).
La misión fue inaugurada en la sede de la OEA en Washington el mes pasado con gran ostentación y un sonoro respaldo por parte del Departamento de Estado. Un portavoz del departamento, John Kirby, dijo que la misión “responde a la demanda legítima del pueblo de Honduras de una acción vigorosa y significativa contra la corrupción”.
Los opositores en Honduras, sin embargo, han denunciado que el plan no tiene eficacia real y han seguido insistiendo en un órgano independiente, apoyado por Naciones Unidas. Cincuenta y cuatro miembros del Congreso han urgido al secretario de Estado, John Kerry, a apoyar su demanda. Una coalición de casi todos los grupos de defensa de los derechos humanos del país declararon que la nueva misión era “limitada en su capacidad de luchar contra la corrupción y la impunidad en el país”.
A diferencia de la comisión de Guatemala, que tiene muchos antecedentes en la lucha contra el crimen organizado y la corrupción de alto nivel, la de Honduras no participará directamente en investigaciones ni procedimientos legales. En su lugar, su equipo internacional de jueces y abogados sólo aportará apoyo técnico a los investigadores y fiscales locales que forman parte del sistema judicial y son susceptibles de presión política. La misión puede hacer recomendaciones para reformar el averiado sistema de justicia, pero el gobierno es libre de ignorarlas.
Honduras necesita ayuda. Sus niveles extremos de violencia, entre los más altos del mundo, van de la mano con un terrible nivel de impunidad en los crímenes. Las fuerzas de seguridad del país están fuertemente infiltradas por el crimen organizado –“podridas hasta el tuétano”, según un antiguo oficial de policía declaró al Miami Herald–. Dos semanas después, el oficial fue asesinado a tiros. Numerosos periodistas, abogados, activistas por el derecho a la tierra, defensores de los derechos LGTBI y figuras de la oposición han sido asesinados, sin consecuencias para sus asesinos.
Si la misión puede llegar a lograr algo dependerá de si hay tras ella suficiente voluntad política. Hay pocos motivos para ser optimistas: Hernández y el Partido Nacional tienen ya un historial de haber pisoteado el Estado de derecho.
En 2012, como presidente del Congreso, Hernández destituyó a varios jueces del Tribunal Supremo y llenó ilegalmente la magistratura de aliados suyos. En 2014, su partido disolvió una –altamente respetada– comisión independiente de reforma de la Policía, sin aplicar sus principales recomendaciones. Y hasta ahora el fiscal general de Honduras, Oscar Chinchilla, no ha logrado investigar o procesar a líderes del Partido Nacional de Honduras por el desvío de los fondos del sistema de salud a las cuentas del partido.
Tristemente, el gobierno estadounidense está mal posicionado para ofrecer ayuda. En 2009, el Departamento de Estado con Hillary Clinton como secretaria favoreció el éxito de un golpe de Estado militar en Honduras bloqueando las acciones para restaurar al presidente de izquierda, Manuel Zelaya, en el poder. Desde entonces, las acciones diplomáticas de Washington se han centrado en apuntalar a una serie de gobiernos corruptos post-golpe. Más de 100 miembros del Congreso han pedido a la administración Obama que condene las violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad y han cuestionado la asistencia de Estados Unidos a Honduras en materia de seguridad.
De momento, Washington sigue apoyando a Hernández. En el clímax de las protestas del año pasado, el embajador de Estados Unidos en Honduras proclamó que “las relaciones entre Estados Unidos y Honduras son quizá las mejores de la historia”. Este año, el gobierno de Estados Unidos ha vuelto a incrementar el apoyo militar y policial a América Central, recibiendo Honduras un porcentaje significativo de estos fondos, buena parte de ellos a través de la opaca Iniciativa Regional de Seguridad para América Central (CARSI, por sus siglas en inglés).
Dadas las limitaciones del mandato de la misión anti-corrupción y las alegaciones contra los altos cargos involucrados en la aplicación de sus recomendaciones, parece poco probable que este organismo pueda superar la crisis en Honduras. Más bien, parece querer dar una apariencia de respetabilidad al apoyo continuado de Washington al régimen de Hernández.
Aun así, la legislación sobre asignaciones de fondos del Congreso estadounidense para 2016 ofrece herramientas para presionar al gobierno de Honduras. La mitad de la asistencia a Honduras –de decenas de millones de dólares– esté condicionada por la certificación por parte del Departamento de Estado de que las autoridades estén llevando a cabo acciones efectivas para combatir la corrupción, estén cooperando con comisiones contra la impunidad e investigando y procesando a “los miembros del ejército y la policía verosímilmente acusados de violar los derechos humanos”.
Pero ¿está el Departamento de Estado dispuesto a tomarse el proceso de certificación en serio? Esto es algo sobre lo que muchos miembros del Congreso han dudado seriamente en los últimos años. Puede que la supervisión del Congreso sea la única garantía para que la debida diligencia se realice.
Los manifestantes continuarán sin duda protestando en las calles de Tegucigalpa –como hicieron el mes pasado– exigiendo un órgano anti-corrupción más efectivo apoyado por Naciones Unidas. Si la misión promovida por la OEA no logra resultados, Hernández podría llevarse otra dosis de poder popular como la que hizo caer al presidente de Guatemala.
Alexander Main es un asociado principal de política internacional del Centro para la Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C.